Entrar en escena (2)

No siempre resulta fácil hablar abiertamente del miedo escénico, y menos, aún, para un artista consagrado. El miedo escénico no deja de poder ser percibido, aún hoy en día, como una debilidad ante según qué miradas que esperan, a menudo, por parte del artista, a un ser casi sobrehumano, capaz de arrastrarlo sin apenas esfuerzo hasta los confines de lo sublime con su simple presencia en el escenario. Aunque circulen estadísticas que sugieran una afectación significativa entre la población de músicos, lo cierto es que pocos de ellos se atreven a reconocer públicamente esta dificultad.

Piotr Anderszewski forma parte de las ilustres excepciones que confirman la regla. Anderszewski es un músico con una notable personalidad, muy dado a la reflexión y a la introspección. Las versiones de su repertorio pianístico suelen ir precedidas de una cierta fama de largamente meditadas, fruto de una concienzuda elaboración analítica y maduración. A su faceta como pianista, cabe añadirle, en cierto modo, la de pensador. Prueba de ello es el documental Piotr Anderszewski: Unquiet traveller (2009),donde Anderszewski plasma un bello recorrido por su trayectoria artística y personal salpicado de sabias reflexiones sobre la vida, la música y el piano en particular.

Precisamente, una de las reflexiones que Piotr Anderszewski aporta en el documental versa sobre el miedo escénico. Anderszewski no tiene reparos en admitir su existencia y en comentar cómo le afecta hasta el punto de necesitar repetir ante el público parisino la versión ofrecida de la segunda Partita de Bach para reparar lo que él consideró una insuficiente interpretación de la obra a causa de las consecuencias del miedo escénico.

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Como se puede apreciar en el fragmento, Piotr Anderszewski parte de una plena aceptación de la existencia del miedo escénico. Sus capacidades musicales y pianísticas como intérprete son indiscutibles, como así lo acredita su brillante carrera, pero aún y así, Anderszewski reconoce, no sin pesar, que hay días en que todo el trabajo realizado durante meses para la preparación del concierto se ve mermado y reducido a un 30% de efectividad sobre el escenario a causa del miedo escénico.

Piotr Anderszewski

Cabría preguntarnos, pues, si existe alguna relación entre lo propuesto en el primer artículo y la escena de la cual nos habla Anderszewski. Para ello, como unidad de análisis de esta situación, deberíamos retomar el concepto propuesto por Simon Ratlle de la necesaria (y no siempre posible) “metamorfosis” al salir a escena:

Comentábamos, en el anterior artículo, las diferencias que se dan a varios niveles entre la manera de ser y estar en la vida cotidiana y el mundo escénico. Básicamente, decíamos, dichas diferencias se reflejan en la necesidad de una mayor activación de la capacidad atencional y de la intensidad emocional. En cierto modo, se podría afirmar que se abandona el confort y la previsibilidad de la vida cotidiana para meterse de lleno en la aventura i la imprevisibilidad de la vida musical. Y todo ello en los breves segundos que transcurren desde el camerino hasta el primer paso sobre el escenario.

Se añade a ello la presencia del público. Un público al que el intérprete proyecta una buena dosis de su propia personalidad, de su manera de ser y de relacionarse con la música y con la gente. El público podrá actuar, así, como incentivador y motivador si es percibido de manera amistosa, o podrá actuar como inhibidor y amenazante en el caso de ser percibido como hostil. La percepción más o menos positiva del público por parte del intérprete facilitará o dificultará aún más el tránsito del camerino al escenario y la necesaria metamorfosis a la cual no estamos refiriendo. En este sentido, podríamos hablar de metamorfosis escénicas más o menos complicadas o, incluso, más o menos traumáticas, hasta el límite extremo de poder hablar de metamorfosis escénicas fallidas.

Para ampliar la reflexión, podemos utilizar la metáfora de un camino: el camino mental que transcurre entre el camerino y el escenario. Hay intérpretes que transitan este camino sin mayor aparente dificultad, como si supieran con total certeza i convicción cada paso a realizar para llegar preparados y activados al escenario. En otros músicos, por el contrario, el camino es más tortuoso, lleno de obstáculos mentales a superar, pero, finalmente, aunque sea con esfuerzo (y a veces con sufrimiento), consiguen llegar al escenario y completar la necesaria metamorfosis. Por último, existe otro grupo de músicos para los cuales el camino acaba convirtiendo en un viaje fallido, lleno de frustraciones, inseguridades y sufrimiento.

Un ejemplo de cómo transitar fácil y llanamente el camino para entrar en escena lo podemos encontrar en el documental The Trout, filmado en 1969, en el cual podemos ver a unos jovencísimos Barenboim, Perlman, Zucherman, Du Pré y Metha divirtiéndose distendidamente instantes antes de subir al escenario y completando posteriormente una instantánea metamorfosis como la que alude Rattle para acabar ofreciendo una soberbia versión del Quinteto en La mayor de Schubert (La trucha).

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En cambio, en otro documental, Bloody Daughter (2012), en este caso sobre la legendaria pianista Marta Argerich, podemos apreciar una muestra más tormentosa de este tránsito del camerino al escenario. Argerich muestra todas sus ambivalencias y dudas antes de salir a escena, la lucha intensa que se libra en el interior de su mente; pero podemos apreciar cómo, finalmente, la necesaria metamorfosis tiene lugar cuando se sienta ante el piano y consuma una interpretación magistral de una de las danzas de Ginastera.

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Evidentemente, nos estamos refiriendo a casos de artistas con un talento inconmensurable y una formación más que sólida, para los cuales entrar en escena supone el compromiso y la necesidad de transcender a un estado de inspiración irrenunciable. Ante esta necesidad la lucha por alcanzar la anhelada metamorfosis escénica está dirigida a alcanzar dicha inspiración a todo precio. Para ello no sólo disponen de su talento y formación, sino, también, un modo de vida plenamente adaptado a las exigencias de la vida escénica.

Pero también debemos considerar el caso de músicos quizás no tan talentosos y posiblemente con una formación no tan sólida y, muy probablemente, con un estilo de vida no siempre demasiado compatible con las exigencias de la escena (por ejemplo, compaginando la docencia y las responsabilidades familiares con la carrera interpretativa). ¿Cuáles pueden ser, para ellos, las consecuencias derivadas de las dificultades en transitar exitosamente el camino que separa el camerino del escenario? El sentimiento de dificultad, de inseguridad, e incluso de impotencia, teñirá insidiosamente, probablemente, la experiencia de entrar en escena. La distancia entre el mundo de la vida cotidiana y el escenario será percibida como abismal.

En estos casos, cabe contemplar una opción de solución muy tentadora, pero de nefastas consecuencias de cara a la plena vivencia estética de la interpretación: la renuncia a la grandeza de la inspiración en favor de una mayor capacidad de control. El camino del camerino al escenario se salva, así, renunciando, precisamente, a la grandeza del escenario, con el resultado de versiones aparentemente correctas pero faltas de intensidad y de poder comunicativo. El escenario es reducido, de esta manera, a una especie de extensión subsidiaria del mundo cotidiano, en el cual la previsibilidad está asegurada, pero en el que se ha desvanecido la magia de la inspiración. De aquí surgen, por desgracia, aquellas versiones revestidas de pequeñez, en las que prima la corrección, pero falta poder comunicativo y transcendencia estética.

>>>> Entrar en escena (3)

© Marià Gràcia

© Marià Gràcia

Músic & Psicòleg

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