A lo largo de los tres artículos anteriores, hemos podido constatar que la emoción en la música, a pesar de parecer un fenómeno bastante diáfano y natural para quien la siente y la vive, no deja de ser un terreno conceptualmente delicado y bastante complejo de delimitar. A pesar de lo que aparente desde el simple sentido común, el camino que recorre la música para activar respuestas de tipo emocional no es tan simple y directo como puede serlo el propio emocionarse en la vida cotidiana.
Cuando la música fluye emocionalmente dentro de nosotros puede parecer pura y simple empatía, una conexión totalmente intuitiva e instintiva con el sentimiento del compositor. Pero ya hemos precisado que esto no puede darse exactamente así, no hay ningún mecanismo directo en nuestro cerebro capaz de captar la emocionalidad musical del mismo modo que lo hacemos a través de la empatía con una sonrisa, un gesto enfadado o una situación que suscite alegría, miedo, ira, etc. Además, como también hemos visto, se añade la dimensión del sentido o significado de la emoción musical: ¿por qué ciertos giros lingüísticos se asocian con ciertos estados anímicos o ciertos sentimientos y por qué suele haber un relativo consenso al extraer un mismo sentido a una obra por parte de diferentes intérpretes?
Visto así, hay que pensar que, en algún punto, la lingüística musical y la biología entrecruzan y armonizan sus caminos. Dado que en música no podemos apelar a una referencialidad unívoca semántica, tenemos que buscar esta conexión en otro punto diferente del que sería comparable en la lengua hablada. En la lengua hablada se dan dos parámetros para incitar respuestas emocionales: la semántica y la prosodia. A través de la semántica entendemos la relación directa entre una palabra y su significado. Podemos decir o escribir de la manera más neutra posible que, por ejemplo, “nuestro amigo X ha muerto” y el simple significado de cada palabra combinada en la oración elicitará una clara respuesta emocional en el receptor a pesar de la aparente carencia de intencionalidad expresiva. Y lo hará todavía más si el mismo enunciado es emitido con una entonación y un tono de voz sinceramente afectado, es decir con una prosodia que connote la tristeza del mensaje.
Por lo tanto, si a través de la semántica, al menos directamente, no obtenemos respuesta a nuestra cuestión sobre la relación entre emoción y música, habrá que buscarla en la dimensión sintáctica; más concretamente, en la relación de la dimensión sintáctica combinada con la dimensión prosódica. Hay bastantes evidencias que señalan que la música parece surgir de una expansión y desarrollo de la capacidad prosódica del habla. En la prosodia, el tono, el ritmo, la intensidad y el timbre se combinan para generar respuestas emocionales; precisamente los mismos parámetros con los que juega principalmente la música para emocionar. De hecho, algunos estudios (p. ej. Los neardentales cantaban rap, de Steven Mythen) hipotetizan que el habla humana surgió inicialmente de la prosodia, desde la cual, posteriormente, evolucionaron estructuras sonoras más complejas que combinaban sonidos para establecer unidades lingüísticas delimitadas y concretas con una funcionalidad más específicamente denotativa o referencial.
Es decir, la música, entendida así, sería una amplificación, evolución y ampliación de la capacidad expresiva de la prosodia. Aquello que emociona en la música es aquello que nos emociona en la manera de decir las cosas y no tanto aquello que decimos. Evidentemente, partimos de un principio expresamente reduccionista; las cosas, como ya sabemos a través de la historia de la música, se han desarrollado posteriormente de manera mucho más compleja. Pero como punto de partida, como hipótesis inicial de trabajo, podemos aceptar esta máxima:
En música, la sintaxis conforma la propia semántica.
A partir de aquí podemos empezar a encontrar la conexión buscada entre la información contenida en el código lingüístico y la capacidad biológica de nuestro cerebro de generar respuestas emocionales. El punto de conexión, el punto donde música, habla y cerebro entrecruzan sus caminos, es la prosodia.