El concepto de emoción ha estado y está en constante revisión. Ante la hegemonía histórica de planteamientos religiosos y racionalistas, la emoción ha permanecido, a menudo, como una especie de subproducto o residuo evolutivo más bien vinculado a nuestra dimensión animal que no a la humana. Emocionarse, en este sentido, vendría a ser una función más bien primitiva asociada principalmente a la supervivencia antes que una función de tipo superior más vinculada a aquello propia y específicamente humano.
Últimamente, desde la psicología, ha surgido un interés renovado por la importancia de la emoción, ya sea en el marco estrictamente psicoterapéutico como en su rol esencial en la calidad de vida de todo individuo. La emoción, desde este planteamiento, ya no juega el papel secundario de complemento a la supervivencia, sino que se erige como fundamento principal de la experiencia de vivir. En este sentido, se considera que vivimos a través de las emociones, que vivir es, al fin y al cabo, emocionarse. Por lo tanto, la emoción juega un doble papel, desde el punto de vista psicológico: informa de aquello que nos hace sentir mejor o peor en la vida y nos permite experimentar la vida de manera plena y no solo intelectualmente.
De hecho, la emoción está formada principalmente por un conjunto de respuestas fisiológicas. Son respuestas automáticas, innatas, prefijadas genéticamente, binarias con un cierto grado de variabilidad de intensidad, y prácticamente instantáneas, a pesar de que a través del aprendizaje pueden ser moduladas, al menos en parte, por la conciencia. Cuando nos emocionamos, aquello que sentimos, antes de que nada, es un estado fisiológico, una respuesta corporal de nuestro organismo a unos estímulos o situaciones determinados. Es solo a partir de esta reacción fisiológica que nuestra mente es capaz de extraer un significado, tomar conciencia y traducirlo a sentido y significado. Entendido así, cabe decir que primero reaccionamos visceralmente y, después, si podemos, evaluamos esta reacción y la modulamos hasta un cierto punto.
La modulación de la emoción es necesaria, la denominamos regulación emocional. El extremo radical de esta modulación sería la represión, es decir, la negación o supresión de todo sentimiento asociado a cualquier reacción emocional; en el extremo contrario nos encontraríamos la impulsividad, la carencia absoluta de control de la emoción. Cabe decir, no obstante, que la emoción en sí misma, su surgimiento como reacción, no se puede controlar, en todo caso, controlamos su expresión (la conducta que emitimos impulsados por la emoción) o el filtrado de los estímulos que la pueden desencadenar.