“Mi vida en la música” o “La música en mi vida” ?

Daniel Barenboim tiene escrita una interesante autobiografía titulada Mi vida en la música. A lo largo de un detallado repaso cronológico y geográfico de su colosal carrera musical, el ilustre pianista i director nos va dejando entrever, a través de breves reflexiones, algunos de los pilares filosóficos, intelectuales y humanísticos en que ha basado su relación con la música. Sin duda, constituye todo un privilegio poder adentrarnos, aunque sea en pequeñas dosis, en el pensamiento musical tan profundo de un músico de su talla.

Más allá del interés indiscutible del contenido del libro, puede resultarnos interesante poder debatir, simplemente, sobre su título (y aquello que a lo largo del libro acaba justificándolo): Mi vida en la música; una interesante y poderosa imagen que simboliza la experiencia existencial de tantos y tantos músicos a lo largo de la historia de la música. La música como un mundo, casi como un universo, en que se puede proyectar o depositar, nada más y nada menos, que toda una vida. La música como un lugar aparte de la propia vida mundana, terrenal y cotidiana. La música como un mundo donde poder viajar y adentrarse hasta casi perderse para sus adentros sin retorno, si uno lo desea.

No cabe duda de que todo músico ha experimentado la fascinación de sentirse adentrándose en un nuevo mundo radicalmente diferente a través de la música. Un mundo inexorablemente poderoso, estimulante y acogedor, pero, al mismo tiempo, por qué no decirlo, a veces, también, un mundo bastante inquietante por lo que supone de irresistible atracción, de ciega fascinación y de absorción de toda energía vital posible. Prácticamente, todo músico ha vivido en propia piel la enorme dificultad de conciliar las necesidades de estos dos mundos, el cotidiano y el musical, y de poder satisfacer las exigencias y deseos que surgen de cada uno de ellos. Podemos afirmar que la música se mueve entre absolutos, la música es, en sí misma, de hecho, un poderoso absoluto que explica fácilmente el porqué de esta tensión entre la cotidianidad y aquello que representa la música. La música moviliza, recrea y genera todo el rango de emociones que somos capaces de sentir en la vida real; es más, a veces las supera enriqueciéndolas con mil matices y confiriéndoles mucha mayor intensidad. A través de la música podemos sentir, de hecho, todas las emociones que conforman la esencia más pura de sentirnos vivos. La música, también, genera y reclama mucha energía; nos hace sentir intensamente activos, en total plenitud. La música, por otro lado, puede hacernos soñar despiertos un mundo infinitamente mejor que el real, donde el placer estético, la imaginación, la fantasía, la creatividad y la pureza de los sentimientos, nos permiten olvidar y superar las pequeñas o grandes miserias de nuestro día a día.

A nivel neurobiológico, se ha podido constatar que la música participa e incide en los principales centros de placer y recompensa de nuestro cerebro, con efectos similares a los que pueden proporcionar, incluso, el sexo o algunas sustancias psicoactivas. Cómo suele decirse coloquialmente, la música “engancha”. Puede parecer, pues, que la música se nos aparezca casi como una bendición, como una especie de milagro que ha venido al mundo para mejorar nuestra calidad de vida, de una vida terrenal no siempre agradecida y en la que no siempre es fácil tener el sentimiento que controlamos todo aquello que querríamos que pasara. En la música, podríamos afirmar bastante a menudo, los sueños se hacen realidad.

Sin embargo, igualmente, todo músico sabe, también, que, a pesar de el innegable encanto que desprende la vida musical, no siempre resulta fácil sentir que se ha logrado un saludable equilibrio entre estos dos mundos, o estas dos vidas. Ya sea por las exigencias de dedicación horaria y de energías que requiere la música como profesión, ya sea por una cierta adicción a los placeres estéticos e intensidad emocional que proporciona la música, o ya sea por el culto a la perfección, casi una obsesión, que comporta el afán de superación constante en el crecimiento como músico, el hecho es que la inicialmente fascinante vida musical puede converstirse con el paso del tiempo en una especie de jaula de oro donde el precio que pagamos para mantener esta vida de ensueño es, precisamente, renunciar a la propia vida. Hay quien, incluso, habla ya, en este sentido, de musicorexia, de la adicción a la práctica musical intensa.

Sin duda las tentaciones están servidas a nivel neuroquímico. La dopamina, el neurotransmisor de la recompensa y de la motivación, nos empujará a querer superar más y más retos, a hacerlo todo cada vez mejor; la adrenalina nos hará sentir tan intensamente vivos que la vida cotidiana nos acabará pareciendo terriblemente insulsa; la generación de endorfinas provocará un gran sentimiento de bienestar; las descargas de dopamina, serotonina y oxitocina igualarán casi la intensidad de un orgasmo o una experiencia de éxtasis, etc. ¿Qué placeres de la vida cotidiana pueden competir con estas tentaciones? Sin duda, no es fácil resistirse a los cantos de sirena de la vida musical.

La única arma de que dispondremos para afrontar estos riesgos de desequilibrio en nuestra vida personal será la propia conciencia, a través de la capacidad de darnos cuenta y de poder reflexionar tomando distancia y procurando que esta vertiente “adictiva” de la música no coja las riendas de nuestra vida de manera descontrolada. Sin poder tomar conciencia, la música se convertirá paulatinamente en un simple acto reflejo cada vez menos valioso en nuestra vida; se moverá por impulsos ciegos, empujada por mecanismos casi animales, no será el fruto de un acto de libre voluntad humana, ni de un acto de un deseo profundo de creación y trascendencia. La exigencia de lo absoluto acabará tiranizando todo nuestro sistema de valores y resultará en un eterno sentimiento de insatisfacción y vacío existencial.

A través de esta distanciación reflexiva podremos constatar que, a pesar de todos el placeres y bondades que nos aporta, y a pesar de sus aires de aparente autosuficiencia, la música nace muy a menudo de la propia vida real, y no de ella misma de manera auto referente. Aquello que inspira la música, aquello que inspira a los compositores, son, de hecho, las vivencias y los anhelos en el mundo cotidiano, sean estos más o menos mundanos o más o menos espirituales. Puede ser el simple sentimiento contemplación de la belleza o de las pasiones más encendidas, puede surgir de las alturas místicas de la contemplación religiosa, o bien de los sentimientos provocados por las relaciones amorosas; sea como fuere, la música bebe de nuestra vida en el mundo cotidiano.

Y, evidentemente, la vida real también bebe de la música, como no. La música nos aporta la posibilidad de transcender, de imaginar, de soñar, de intensificar o purificar aquello que el día a día acaba palideciendo a través del lógico desgaste mundano y cotidiano de vivir. Gracias a la música podemos intuir y anticipar aquello que todavía no tenemos en nuestro día a día, podemos atrevernos a desear una vida más rica en sentimientos, en plenitud: una vida más viva, en definitiva. La música aparta de nuestra conciencia el ruido, aquello innecesario, y nos ayuda a escuchar solo aquello esencial. La música nos reconecta, por un instante, a nuestras esencias.

Retomando, pues, a la cuestión planteada inicialmente (¿nuestra vida en la música o la música en nuestra vida?), cada cual tendrá derecho a escoger la opción que mejor le parezca, evidentemente; la respuesta dependerá, en buena medida, de la intensidad y de la grandeza de la vida en el mundo musical. Se entiende perfectamente que alguien tan genial como Barenboim encuentre total sentido a proyectar y depositar gran parte de su vida en el mundo o universo musical. Sin duda, la intensidad y amplitud de aquello que Barenboim debe de vivir en este mundo le debe reportar más que suficientes compensaciones. Pero, quizás, para el resto de los mortales que no poseemos su don de la genialidad musical, pueda resultar conveniente reflexionar sobre qué equilibrio nos conviene más entre estos dos mundos. Bien entendidos, ambos mundos se complementan a la perfección; pero para sacar provecho de esta complementariedad, hay que poder estar atentos, de manera muy consciente, a qué lugar queremos que ocupe la música en nuestra vida y como se relaciona con ella.

La música puede ser una evasión, un refugio donde huir cuando la vida real nos supera. Pero también puede ser una fuente donde ir a buscar los nutrientes necesarios para alimentar espiritualmente nuestra vida más terrenal. A veces sólo nos queda que huir y refugiarnos en la música, como hicieron de manera tan encomiable tantos y tantos músicos de la antigua URSS, por ejemplo. Pero, generalmente, resultará aconsejable prestar atención a la coherencia del lugar que ocupa la música en nuestra vida y reflexionar si todo aquello que vemos y sentimos lo sabemos trasladar a nuestra vida cotidiana.

© Marià Gràcia

© Marià Gràcia

Músic & Psicòleg

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